Lo Antiguo en América Latina y Europa: Dos Formas de Habitar la Historia

La palabra “antiguo” tiene un peso que trasciende lo cronológico. Evoca memoria, permanencia y, sobre todo, una forma de mirar el pasado desde el presente. Sin embargo, no en todas las culturas significa lo mismo. América Latina y Europa —dos mundos con trayectorias históricas tan distintas como entrelazadas— entienden lo antiguo desde horizontes temporales y simbólicos profundamente diversos.

A veces, lo que en Buenos Aires es considerado una “antigüedad”, en Roma sería apenas una “vivienda de época”. Esta diferencia no es trivial: está en el centro de cómo cada sociedad valora, conserva y se relaciona con su patrimonio.

¿Qué es lo “antiguo”? Una cuestión de perspectiva

En América Latina, solemos llamar “antiguo” a todo aquello que tiene más de 100 años y está cargado de valor patrimonial o histórico. Son antiguas las casas coloniales, las iglesias barrocas, los muebles virreinales, los cuadros de las escuelas pictóricas coloniales. Pero esa antigüedad está casi siempre ligada a la época de la colonización hispánica o portuguesa, y a los primeros siglos de vida republicana. En nuestra vida cotidiana, pocas veces nos cruzamos con algo anterior al siglo XVIII.

En cambio, en Europa, lo “antiguo” puede ser medieval, renacentista, romano o incluso anterior. Las ciudades europeas están construidas sobre capas de historia acumuladas durante más de dos mil años. Conviven cotidianamente con ruinas del siglo I, iglesias del siglo XIII y palacios del siglo XVII. Esa familiaridad con el pasado profundo genera una sensibilidad diferente: para un europeo, la antigüedad no siempre implica excepcionalidad, sino continuidad.

Dos horizontes históricos

Antes del encuentro con Europa, América Latina ya era un territorio de enorme riqueza cultural. Civilizaciones como los mayas, los aztecas, los incas y los guaraníes —entre muchas otras— desarrollaron lenguas, cosmovisiones, sistemas constructivos, arte y arquitectura que aún hoy siguen asombrando. Vestigios como Machu Picchu, Teotihuacán o los centros ceremoniales del Noroeste argentino son prueba de un pasado milenario que antecede a la llegada europea, y que también forma parte esencial de nuestro legado.

América Latina tiene aproximadamente cinco siglos de historia desde la llegada europea. Es un continente joven en términos institucionales, pero no por eso carente de legado. Nuestra historia comienza en el siglo XVI, con ciudades fundadas, iglesias levantadas y culturas locales transformadas por el encuentro entre lo europeo, lo indígena y lo africano.

Por eso, cuando hablamos de patrimonio antiguo en América, casi siempre nos referimos a la época colonial. La Manzana de las Luces, en Buenos Aires, es un buen ejemplo: construida a lo largo del siglo XVIII, es uno de los conjuntos arquitectónicos más antiguos de la ciudad, y forma parte esencial del imaginario porteño. Lo mismo sucede con la Casa Histórica de Tucumán, donde se firmó la independencia argentina en 1816. Aunque su arquitectura es modesta, encierra una carga simbólica que la convierte en un lugar sagrado.

En Europa, sin embargo, esas fechas parecen relativamente recientes. Una iglesia construida en 1760 difícilmente llame la atención en ciudades como Praga, Florencia o Sevilla. Allí, lo antiguo suele comenzar varios siglos antes.

Antiguo no es lo mismo que viejo

Es importante hacer una distinción: lo antiguo no es lo mismo que lo viejo. En el lenguaje cotidiano latinoamericano, lo “viejo” suele tener una connotación peyorativa: algo usado, deteriorado, en desuso. En cambio, lo “antiguo” es valioso, digno de ser conservado, restaurado y transmitido.

Una silla Luis XV del siglo XVIII traída a las colonias puede ser considerada una antigüedad de alto valor en América. En Europa, una pieza similar podría estar almacenada entre muchas otras, como parte del mobiliario heredado. Es una cuestión de escala histórica, pero también de relato cultural. Lo viejo se descarta; lo antiguo, se honra.

El Barroco en América Latina: un idioma común con acento propio

En esta comparación entre continentes, hay un capítulo que merece especial atención: el Barroco. Este estilo artístico nacido en Europa en el siglo XVII llegó a América con la colonización, pero aquí adquirió una identidad original, profundamente mestiza.

El Barroco latinoamericano no fue una mera copia de los modelos peninsulares: fue una fusión. Un encuentro —a veces forzado, a veces creativo— entre las formas europeas y los imaginarios indígenas y africanos. En esa mezcla, surgieron variantes locales que hoy forman parte del legado más singular de nuestro continente.

En Perú y México, por ejemplo, muchas iglesias coloniales muestran tallas de ángeles con rasgos mestizos, frutas tropicales, soles incas y otros elementos autóctonos incorporados a la iconografía cristiana. En el Ecuador virreinal, los llamados imagineros quiteños desarrollaron una escuela escultórica de gran expresividad, con vírgenes andinas, santos con rostros indígenas y una devoción profunda por el detalle.

En Brasil, el llamado barroco mineiro —desarrollado en la región de Minas Gerais— dejó obras maestras de arquitectura religiosa con fuerte carga simbólica, como las iglesias de Ouro Preto y Congonhas. Allí, escultores como Aleijadinho dieron vida a una estética que conjugaba el dramatismo barroco con la religiosidad popular.

Y en el Paraguay y el noreste argentino, el barroco guaraní de las misiones jesuíticas es un ejemplo excepcional de integración cultural. Los pueblos originarios participaron activamente en la construcción y ornamentación de iglesias, tallando columnas, altares y retablos que unían la enseñanza cristiana con su propia visión del mundo. A través de esas obras, los guaraníes incorporaron sus símbolos, materiales y saberes, dejando huellas que aún pueden verse en los restos de las Reducciones de San Ignacio Miní, Santa Ana o Loreto.

Incluso en las ciudades más modernas, rastros del barroco sobreviven. A veces, sin darnos cuenta, el gusto por la ornamentación, la teatralidad o el uso exuberante del color y la forma son herencias de ese pasado. Como si, en el fondo, el barroco siguiera formando parte del inconsciente estético latinoamericano.

Ahora bien, estas fusiones culturales no fueron exclusivas de América. También en Europa existieron procesos de síntesis e hibridación que dieron lugar a expresiones únicas. Un caso emblemático, por mencionar alguno, es el de al-Ándalus, en la península ibérica, donde durante varios siglos coexistieron e intercambiaron saberes las culturas musulmana, cristiana y judía. Este cruce dejó una huella indeleble en la arquitectura, la ciencia, la poesía, la filosofía y la música. Monumentos como la Mezquita de Córdoba o la Alhambra de Granada son el resultado de esa convivencia plural, y constituyen ejemplos notables de cómo el mestizaje también moldeó profundamente la identidad europea.

Así como en América el barroco se transformó al encontrarse con el mundo indígena y afrodescendiente, en Europa hubo momentos en los que la riqueza surgió precisamente del diálogo entre culturas diversas. Reconocer estas convergencias nos ayuda a entender que la historia no es una línea pura, sino un tejido compartido, lleno de encuentros, tensiones y creaciones colectivas.

Lo antiguo como raíz cultural

En América Latina, conservar un edificio colonial o restaurar un retablo barroco no es solo preservar una obra de arte: es reafirmar una identidad. Nuestras naciones, jóvenes en términos históricos, buscan en esos vestigios coloniales una continuidad, una narrativa de origen. Cada casona restaurada, cada escultura barroca cuidada, es un modo de decir: “De aquí venimos”.

En Europa, la conservación del patrimonio cumple también esa función identitaria, pero con una profundidad cronológica mayor. Un italiano siente que el Coliseo es parte de su historia, así como un francés siente lo mismo por la catedral de Notre Dame. Pero en el caso latinoamericano, esa conexión es más reciente y, quizás por eso, más emocional. A menudo, lo antiguo no solo se valora por su edad, sino por lo que representa en la construcción de un relato nacional.

Dos formas de valorar el pasado

Europa y América Latina comparten algo fundamental: el aprecio por la antigüedad. Pero lo hacen desde lugares distintos. En Europa, lo antiguo es una presencia continua; en América Latina, es un vestigio escaso y preciado. Y en esa escasez también hay belleza: cada edificio antiguo se convierte en una joya, cada obra preservada, en un acto de resistencia contra el olvido.

Reconocer estas diferencias no es una forma de jerarquizar, sino de entender mejor cómo cada sociedad construye su memoria. Un balcón colonial en Cartagena o una iglesia barroca en Potosí pueden tener para nosotros el mismo peso simbólico que una torre medieval en Brujas o una ruina romana en Nîmes. Porque al final, lo antiguo no solo se mide en años, sino en la capacidad que tiene de hablarnos, de conmovernos, de hacernos parte de una historia más grande.


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